La
mujer del impermeable blanco
Era rubia y se veía casi
dorada, en un impermeable casi blanco como su pelo, con una faja ajustada. Era
inapropiado, no llovía, pero eso marcaba su toque personal. No llovía y a ella
no le importaba . Tenía unos zapatos de taco altísimo y sólo ella podía moverse
con gracia por el salón con ellos. Sus muñecas ágiles se quebraban al tomar la
copa, una y otra vez, dos, tres copas, hasta que empezó a reír, borracha. Sus
partenaires se reían con ella, no de ella.
Y entonces lo vi. Tenía el pelo muy
corto, a lo marino. Su traje era de un corte impecable, azul. Tenía cincuenta
años o más, y se lo veía fuerte, alto, varonil. Ella reía y tambaleaba un poco
sobre los finos tacos. Y él la tomó del brazo con fuerza.
No fue un simple llamado de atención,
ni un gesto protector. La tomó como se manipula a una muñeca.
La rompió como a una muñeca. La sacó
del salón, trastabillando. Antes de dejarse llevar por él, ella giró la cabeza,
miró, casi provocadora, hacia dónde yo
servía una mesa, y me sonrió.
Fueron dos segundos. Dos segundos que
entonces carecían de importancia. ¿Qué importa la sonrisa de una desconocida? ¿La
de una mujer a la que un hombre arrastra por el suelo del salón? No lo sé. Pero
ella reía, y reía y por unos segundos, yo, quise saber reír como ella. Levanté
la mirada de la mesa y firme, le sonreí.
Luego
conté los platos vacíos, los cargué en la bandeja y pregunté qué necesitaban
los señores, antes de alzar el brazo y cruzar con la bandeja en alto el mismo
salón que ella recorrió a la rastra.
Conocí un camarero que decía que en las copas
habitaban los truenos. Todos lo creíamos tonto, pero no lo era. Si ahora
pudiera verlo, debería ir a la feria del libro, hacer una hora de cola y
murmurar: “Soy Mariela ¿me recordás? La camarera del bar Sena, en Palermo”. Y
el murmuraría “claro”, o no y firmaría el libro o me lo arrojaría a la cabeza,
no lo sé. Éramos tontos y cuando decía esas cosas, lo tratábamos de tonto. Era
el más lento, el más torpe, el que siempre recibía los billetes pasados por el
lavarropas. Pero decía que en las copas habitaban los truenos y era, ah, el
mejor de todos nosotros. Había un trueno en la copa que serví a la mujer rubia,
un trueno que estalló en sus labios y entonces sus ojos me vieron por primera
vez.
Rebeca era rubia y sólo podía ser rubia. Rebeca se
llamaba Rebeca, y sólo podía llamarse así. Como la película. Una mujer
inolvidable, decía el subtítulo. Y la gasa transparente de su camisón,
acariciada por mil manos, sólo puede llevar su perfume, el de Rebeca, aunque la
toque yo, y tal vez vos y cuantas y cuantos… ¿cuántas mujeres recuerdan el seno
rosado de Rebeca? ¿cuántos hombres añoran los labios tibios de Rebeca? ¿Cuántos
números de teléfono tuvo Rebeca? ¿Cuántos cientos de agendas guardaron,
esperanzadas, el número prohibido? Pero ningún tango se llama Rebeca, creo yo.
Creo que debería haber uno. Y deberían prohibir los impermeables blancos a toda
mujer que no sepa llevarlos como Rebeca. Tal vez, prohibir el pelo rubio.
Tal vez haya amado demasiado a esa
mujer. Tal vez el trueno quebró la copa y la destruyó para siempre.
(Fragmento inicial de mi novela inédita REBECA)